lunes, 17 de noviembre de 2008

EUGENE IONESCO


Ionesco al dejar la vida por otro destino del que esperaba tan poco como el anterior, se parece a la voz del irreductible Béranger que exclama: “Soy el último hombre… Nunca capitularé”.
Había nacido en Rumania en 1912 y después de la consabida indiferencia crítica y de público terminó por imponer su “arquitectura de la interrogación” en obras cuyo desdén por la cursilería y la grandilocuencia constituían su marca.
Ionesco representa bastante más que el teatro del absurdo con el que se le sindica: hablamos de un hombre tímido y de baja estatura con un sentido de la realidad, y de la libertad enormes.
Revolucionó el teatro con su provocadora y fantástica visión de un mundo que juzgaba sin piedad. Este extravagante genial de origen rumano fue uno de aquellos que mejor han ilustrado la riqueza de la lengua francesa.
Desconocido durante mucho tiempo, pero no por ello dejó de entrar en la Academia Francesa y, junto a Henri de Montherlant es el único dramaturgo contemporáneo editado en la Pleïade.
Eugène Ionesco, personaje inclasificable, murió el 28 de marzo de 1994 a la edad de ochenta y un años.
Eugène Ionesco nació en Slatina (Rumania) en 1912, de madre francesa y padre rumano se instala en París en 1938. Desde su primera obra, La cantante calva (1950), las emprende contra el lenguaje, complaciéndose en dinamitar, como quien no quiere la cosa, la hermosa arquitectura de la prosa francesa. La primera representación tuvo lugar el 11 de mayo de 1951 en el Théâtre des Noctambules, frente a una sala más bien vacía. Tuvo poca resonancia. Y el autor, ilustre desconocido que además llevaba una vida ordenada, pasó entonces inadvertido. Pero su segunda obra Jacques o la sumisión (1951) que marcaba más aún su estilo, molestó. Unos hicieron de este hombrecito, que pasaba por pusilánime y timorato, un hijo indigno de los surrealistas, otros un arrogante descendiente de Lewis Carroll o un oscuro bastardo de Eugène Labiche. Indiferente al desorden que causaba, aquel al que se le calificaba de “vodevil kafkiano” no dejaba por ello de escribir historias como las que se cuentan todos los días: un hijo que quiere casarse sin el consentimiento de sus padres. (Jacques o la sumisión); una pareja de ancianos solitarios que esperan a unos invitados que no acuden (Las sillas 1952); un hogar que se desintegra lentamente a fuerza de rutina.
(Amadeo o ¿Cómo salir del paso?, 1954)…


UN CÓMICO ONÍRICO Y DEVASTADOR

Pero sería con El nuevo inquilino (1957), corta aunque inolvidable obra maestra, con la que se afirmaría verdaderamente la poderosa originalidad de esta dramaturgia. “la más extraña que nos haya dado la postguerra”. Según palabras de Jaques Lemarchand. Esta aventura "doméstica”, imaginada por un soñador inquieto que dudaba tanto del sentido de las palabras como de la coherencia del mundo visible, era fruto de un cómico onírico y devastador que supo devolverle a lo absurdo sus derechos.
Muy pronto Ionesco se angustia ante la ambigua admiración que ahora se le profesa y no aguanta la etiqueta de “filósofo cómico”.
Así pues, para disipar cualquier malentendido decide escribir fábulas basadas en los grandes tópicos que mueven y dividen a los hombres.
Desde Asesino sin pruebas (1959) a Juego de masacre (1970) pasando por El rinoceronte (1960) y (1962), no deja de suscitar polémica. Por se más fácil su interpretación, estos textos le reconciliarían con sus primeros detractores.
Pero para el hombre de teatro-poeta del absurdo al igual que Adamov- la ansiedad metafísica (su enfermedad crónica) cobraba fuerza a cada paso. Y fue este miedo permanente y fecundo el que engendrará la dinámica esencial de su obra: la estupefacción de ser, la falacia de las apariencias, la inseguridad del individuo en un mundo que demuestra ser, después de todo, una triste farsa. El hombre no logra recuperarse jamás de esta terrible constatación. Y aunque el humor fue una de las armas favoritas del dramaturgo, también le sirvió de coraza.
“No se por qué he llegado al teatro, decía a veces… mis obras no han hecho cambiar nada en el mundo. Tal vez incluso he perdido el tiempo…” Pero había hecho reír tanto a la gente que era imposible admitir su desesperación. Sin embargo, ¿qué alcance podía tener su eterno combate contra las palabras, en un mundo carente de sentido? Su obra, que él calificaba en sus mejores momentos de “arquitectura de interrogación” casi siempre le desconcertaba. Se las ingeniaba incluso para derrumbarla. Jean Louis Barrault, analizando su manera tan personal de mezclar lo visible y lo invisible. Decía en sus Cahiers que “sus obras eran la literatura clásica lo que la geometría de Rieman y de Lobachevski a la de Euclides”
Bajo los calambures y los lapsus burlescos transparece en sus escritos lo que el mismo llamaba un teatro de “aventura metafísica”, que mostraba el paso de los actos, cómo el leguaje no sólo no acerca de los hombres, sino que en la mayoría de los casos los separa. Para él, la Historia foco de errores por excelencia- se había burlado del hombre, que nunca supo construir una sociedad. Sin embargo, Ionesco cuyas obras se representan cada vez más en el mundo entero y cuyos personajes encerrados en la grisalla de lo cotidiano, muestran cada día “al errar del hombre en el universo”, nunca bajó los ojos ni la pluma.
En una entrevista concedida al crítico Eugène Lamy en 1990 y a la que contestó por escrito, el dramaturgo contestó a la pregunta “¿Cómo le gustaría morir?” con un rotundo “Yo no me quiero morir” Era como un sobresalto del corazón para este rumano que había abandonado su país a los tres años y a quien los conflictos del Este conmovieron al máximo sus recuerdos.
Al dejar el escenario de la vida por otro destino del que esperaba tan poco como del anterior, nos parece escuchar la voz del irreductible Béranger que, al final de El rinoceronte, exclama:”Soy el último hombre… Nunca capitularé”.
(Label France).

(La Época)

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